Ramón Llull tenía una presencia menuda pero intensa

Ramón Llull tenía una presencia menuda pero intensa. No imponía por su estatura —1,61
metros—, sino por la energía de su pensamiento y la profundidad de su mirada, que, como
han sugerido artistas durante siglos, parecía haber sostenido una larga conversación con lo
absoluto. Un hábito de tela áspera, la barba blanca y la calvicie prematura definieron su
iconografía. En las miniaturas del Breviculum —auténtico códice visual del primer lulismo—
aparece escribiendo, predicando, discutiendo: el cuerpo como extensión de una mente
incansable.

El Breviculum fue compilado por Thomas Le Myésier, discípulo y admirador de Ramon
Llull, hacia 1321. Este códice ilustrado —conservado hoy en la Biblioteca de Karlsruhe,
Alemania— es una de las fuentes iconográficas y biográficas más importantes sobre Llull.
Fue concebido como una versión visual y resumida del pensamiento y la vida del filósofo
mallorquín, destinado originalmente a la reina de Francia, Jeanne de Bourgogne-Artois, para
promover la causa de canonización de Llull.

En 1985, un estudio paleopatológico dirigido por el Dr. Bartomeu Nadal Moncadas, sobre sus
restos aún conservados en la iglesia de Sant Francesc de Palma, reveló un físico singular.
Llull tuvo piernas robustas, escasa musculatura en los brazos, abdomen algo prominente y
excelente salud ósea.

Este mallorquín universal habitó un cuerpo resistente, moldeado por los caminos, las
travesías y la contemplación. Fue un sabio errante antes que un asceta de clausura. Sus
manos, más habituadas a la pluma que a la espada, nos legaron una frase que resume su
espiritualidad: “Amor es aquello que a los que están libres reduce a esclavitud, y a los
esclavos pone en libertad.”

Llull fue también una mente que pensó profundamente, que padeció, que amó. Su anatomía
—como su obra— refleja la tensión constante entre la finitud humana y la aspiración a lo
eterno.
El juglar de Dios

La historia de Ramon Llull no puede entenderse sin su conversión. Aquel momento de éxtasis
marcó una fractura radical que partió su vida en dos mitades contrapuestas. A los treinta años,
en pleno esplendor como hombre de confianza del infante Jaume —futuro rey—, entregado a
las canciones trovadorescas, los amores ilícitos y los privilegios de palacio, una serie de
visiones místicas lo sacudieron como relámpagos.

Según relata en su Vita coaetanea (1311), dictada durante su estancia en la cartuja de
Vauvert, en París. Fue redactada por un escriba anónimo, bajo supervisión directa de Llull, y
constituye la principal fuente autobiográfica sobre su vida. En ella narra su conversión, sus
motivaciones espirituales e intelectuales, y traza una justificación teológica de su obra y
misión., autobiografía dictada en la vejez.

Ese estremecimiento interior que describe desencadenó una transformación irreversible. Llull
abandonó a su familia, repartió sus bienes entre su esposa e hijos, y se retiró del mundo para
convertirse en lo que él mismo llamará juglar de Dios.

Existe, sin embargo, otra leyenda que da un giro menos trascendente y más trágico a su
conversión. Recogida por Lluís Racionero en Raimon, la alquimia de la locura (Ed. Laia,
1985), atribuye el cambio no a la gracia divina, sino a un trauma humano. En ella, un Llull
joven y obsesionado por una dama casada irrumpe a caballo en plena misa para cortejarla.
Ella, acorralada, se abre el corpiño y muestra un pecho devastado por el cáncer: “…como una
mustia hiedra violácea, carcomía su pecho”.

El impacto fue devastador. Como Siddharta frente al sufrimiento, Llull comprendió que la
verdad no se hallaba en los placeres corruptos de la corte, sino en el sentido último de la
existencia.

Tras esa sacudida, emprendió un peregrinaje iniciático por santuarios como Santiago de
Compostela y Rocamadour. Pasó meses entregado a la oración, al silencio y a la meditación.
Allí fue madurando su triple propósito, que él consideraba divinamente inspirado: 1) Diseñar
un sistema racional e infalible para dialogar con los infieles, 2) Escribir el mejor libro posible
para erradicar todos los errores metafísicos, y 3) Fundar escuelas donde formar a los
misioneros del futuro.

Cuando regresó a Mallorca, su entorno no comprendió aquella ruptura radical. Su familia
sufrió su ausencia y muchos de sus antiguos allegados lo tacharon de irresponsable. Llull fue,
en efecto, un mal cabeza de familia según los cánones de entonces (y quizá también de
ahora): antepuso su vocación trascendente a cualquier deber doméstico.

Consciente de sus propias limitaciones, inició un largo período de estudio autodidacta y
riguroso. Aprendió latín con los monjes cistercienses de La Real y árabe con un esclavo
musulmán al que compró como maestro. Estudió gramática, teología, lógica escolástica e
islámica. Así nació no solo un converso, sino el arquitecto de una revolución intelectual que
anticipó la modernidad.

La iluminación en Randa
Ramon Llull se retiraba periódicamente al monte de Randa, en el corazón de Mallorca, donde
pasaba largas temporadas entregado a la oración y la contemplación. En aquella soledad vivió
lo que llamó su “segunda iluminación”. No fue un mensaje difuso, sino una revelación
concreta sobre cómo servir a Dios. Comprendió que debía crear un método, un arte racional,
para demostrar las verdades que ya había empezado a plasmar en su vasto Llibre de la
contemplació en Déu (ca. 1273–1274).

No se trataba de predicar desde la autoridad, sino de convencer mediante la razón.
Lo más innovador de su conversión no fue solo la renuncia a los placeres mundanos, sino el
modo en que concibió su nueva vocación. No buscó refugio en la mística silenciosa ni en el
retiro monástico. Llull quería comunicar, persuadir, dialogar. Rechazó la violencia de los
cruzados y la imposición de la fe por la fuerza. Su aspiración era discutir con los infieles, no
derrotarlos. Esa actitud marcó una de sus contribuciones éticas más audaces.

“La conversión de Ramon Llull fue una revolución silenciosa. Donde otros se retiraban, él
avanzó. Donde otros condenaban, él quiso dialogar”, afirma Maribel Ripoll Perelló, filóloga y
directora de la Cátedra Ramon Llull (UIB).

Su herramienta no sería la espada ni la autoridad eclesiástica, sino la razón. Para ello
desarrolló su Ars Magna, un sistema lógico basado en la combinación de conceptos
fundamentales —bondad, grandeza, eternidad, sabiduría, voluntad…— con los que, según él,
podía demostrarse la verdad mediante argumentos necesarios.

“Llull no solo quería convencer: quería mostrar. Con sus figuras, daba una dimensión visual
al razonamiento”, explica Ripoll.

Anthony Bonner, uno de sus principales estudiosos contemporáneos, lo expresó así: “El Arte
de Ramon Llull es un sistema semi-mecánico para organizar el pensamiento y, sobre todo,
para estructurar los conceptos básicos de la fe, la religión y la filosofía. Es como un primer
ordenador.”

Por esta razón, muchos consideran a Llull un precursor de la informática, ya que ideó un
mecanismo combinatorio que siglos después inspiraría los fundamentos de la lógica
simbólica y los lenguajes formales. En reconocimiento a ello, en 2001 los ingenieros
informáticos de España lo eligieron como su patrón.

Pero el Ars Magna no era, para Llull, un mero artificio intelectual o mecánico. Era una vía
para amar a Dios con el entendimiento tanto como con el corazón. Su espiritualidad fue
profundamente innovadora: fusionó contemplación y lógica, oración y dialéctica, teología y
ciencia. En textos místicos como el Llibre d’Amic e Amat, se percibe esa unión entre razón
amorosa y fe razonada: el Amado —Dios— es buscado tanto por el alma que ama como por
el alma que piensa.

Contacto con el sufismo

El aprendizaje del árabe, que Ramon Llull emprendió con la ayuda de un esclavo musulmán
—cuya historia terminó en tragedia— fue mucho más que una decisión práctica: fue un acto
radical de desarme cultural. En una Europa que veía al islam como enemigo teológico y

militar, Llull eligió tratarlo como interlocutor. Aprender la lengua del Corán fue, en su
tiempo, un gesto de rebeldía espiritual.

Gracias al árabe, no solo pudo debatir con sabios musulmanes y acceder a sus textos
filosóficos y místicos, sino que se dejó afectar, en lo profundo, por sus ideas. El sufismo, con
su énfasis en el amor, la interioridad y la experiencia directa de Dios, dejó una huella
perceptible en su pensamiento. Aunque no hay constancia de un vínculo directo con Ibn
Arabi, ambos respiraban el mismo clima intelectual de un Mediterráneo mestizo, donde
cristianos, judíos y musulmanes compartían lenguas, ciudades… y a veces intuiciones
metafísicas.

Ibn Arabi hablaba de la unidad del ser y de un Dios reflejado en toda existencia. Llull, desde
su tradición cristiana, perseguía algo similar: demostrar que todas las verdades convergen en
Dios y que la razón amorosa podía tender puentes entre credos. Así se entrelazan —más allá
del archivo— dos de las aventuras espirituales más audaces del Medievo.

El esclavo que le enseñó a pensar en otra lengua

Para aprender árabe, Llull compró un esclavo musulmán que había sido maestro. Quería
comprender el islam desde dentro. Pero la convivencia terminó mal: el esclavo, desesperado,
intentó matarlo, fue apresado y se suicidó en prisión. El episodio ilustra la intensidad de ese
encuentro entre mundos.

Aprender la lengua del "otro" no era habitual; implicaba abrirse a su visión del mundo. “Llull
aprendió árabe para pensar con el otro. Su decisión no fue retórica: fue política, espiritual y
radicalmente moderna”, afirma Maribel Ripoll.

Llull fue un puente viviente entre disciplinas, lenguas y culturas. “Un curioso intelectual”,
como lo definió Antoni Tàpies, interesado tanto en lo sagrado como en lo cotidiano. Teólogo,
lógico, poeta, médico, astrónomo, jurista… su mirada era totalizadora.

Mientras se proyectaba hacia París, Túnez o Jerusalén, su ruptura con el mundo cortesano era
definitiva. Su esposa lo denunció ante el alcalde de Ciutat por desatender sus deberes y

patrimonio. No solo renunció a sus privilegios: también fue visto como mal esposo y padre.
Pero Llull ya había elegido otro camino, guiado por una vocación absoluta.

Raimon Panikkar lo resumió con lucidez: “Ramon Llull fue un ‘foll’ —un loco. Pero, ¿qué
significa loco? En este caso, aquel que no piensa en sí mismo, sino que se vuelca por
completo hacia el otro.”

La evolución de Miramar
La escuela de Miramar, fundada en 1276 por Ramon Llull con el apoyo del rey Jaume II de
Mallorca, fue un proyecto pionero en la historia del cristianismo. Por primera vez, se
institucionalizaba una formación misionera basada no en el dogma, sino en el conocimiento
del árabe y en el diálogo razonado. Llull no aspiraba a formar inquisidores, sino apóstoles del
entendimiento: hombres capaces de hablar con judíos y musulmanes en su lengua, y de
argumentar con razón y respeto. Se adelantó siglos al ideal de un cristianismo plural,
dialógico y abierto al otro.

Durante sus primeros años, Miramar fue un centro pedagógico sin igual: una escuela
intercultural en la frontera viva del Mediterráneo medieval. Pero el desinterés institucional, la
falta de financiación y los cambios políticos precipitaron su declive. A finales del siglo XIII,
cesó como escuela misionera y pasó a manos del monasterio cisterciense de La Real.

Siglos más tarde, en el XIX, el archiduque Luis Salvador de Austria redescubrió el lugar y lo
restauró, devolviéndole su dimensión simbólica. Hoy, Miramar sigue en pie, suspendida entre
olivos y acantilados frente al mar, como un espacio de contemplación donde aún resuena el
sueño de Llull: unir fe y razón, lenguas y pueblos en nombre del conocimiento compartido.

El Quijote mallorquín
La espiritualidad de Ramon Llull desafía cualquier etiqueta. No fue monje, ni escolástico, ni
reformador institucional. Fue un pensador errante, un agitador del espíritu, alguien que
entendió la conversión no como punto de llegada, sino como camino sin descanso. Su Dios
no exigía retiro, sino presencia lúcida en el mundo: salir a argumentar, amar con inteligencia
y actuar con sentido.

En Randa nació no solo un místico, sino un nuevo modelo de intelectual cristiano: el que une
razón y fe, lenguaje y amor, contemplación y acción. Desde allí partió Llull —el “juglar de
Dios”— en su cruzada de palabras, buscando no vencer, sino convencer, en un mundo
dividido por credos y espadas.

Harold Bloom lo expresó así: “Solo Cervantes habría podido crear la vida de Llull como
ficción.”

Y es que Ramon Llull fue, en cierto modo, un Quijote anterior a su tiempo. Un loco lúcido,
un visionario riguroso, un genio radical que soñó con convertir el Mediterráneo en un espacio
de diálogo. Su vida fue más que una obra inmensa, fue una apuesta vital por la palabra como
puente y como forma de redención.

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